Música.

Tengo la suerte de que me cantaron en la tripa de mi madre, y de ahí, supongo, esta necesidad imperiosa e irrenunciable de soñar en re mayor.

Música, de todo tipo, de cualquier clase, época y condición (vaaale, regetón no!! ;P) Música siempre, a todas horas, en las alegrías y en las tristezas, como bálsamo y como revulsivo, como detonante y como consecuencia.

Cualquier momento de mi vida tiene su banda sonora, y no recuerdo ni un solo tiempo en que un pentagrama no alegrase mi vida o acunase mis derrotas.

Mi padre, melómano absoluto, me transmitió en la música, (como en los toros, como en la vida) la tolerancia y la apertura, que cabían igual Carlos Cano que The Rolling Stones, cualquier copla o Simon&Garfunkel, Serrat o lo último que sonase ese año, zarzuelas y Pachelbel, por contradictorio que pudiera parecer.

Me veo a los cuatro cantando a voz en grito a Mocedades o a Perales, a los 13 rindiéndome para siempre a mi santo civil san Joaquín Sabina, en mi época de John Lennon como estandarte y guía, en los días de Antonio Vega y su décima de segundo, siempre sintiendo en clave de Concha Piquer, en los días de descubrir novedades en Radio 3, en mis eternos cantautores, en los tiempos más recientes de rendirme a The Outlaws, Terry Reid, Allman Brothers Band o Lynyrd Skynyrd, pero siempre conjugándolos con MARWAN, LUIS RAMIRO o Andrés Suárez… me reconozco cantando a Jarcha y a Silvio Rodríguez como si me fuera la vida en ello, y siempre con una guitarra en las comidas familiares empezando la variada e interminable sucesión con nuestro himno particular, el «no estaba muerto» de Peret, para recorrer desde Paco Toronjo a los Inhumanos sin despeinarnos… porque no hay juerga que se precie en que la música no sea una invitada más, un mes en que no tenga ganas de un concierto ni una tarde de domingo en la que una canción no me salve.

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