¿Te apuntas?

Esta primavera, que (como casi todas) tiene una esquina rota, quizá la misma de aquella que inmortalizó Benedetti, o tal vez cualquier otra, ha venido cargada de alergias, de pequeñas alegrías y de mucha crispación. El miedo, la culpa y la pena son motores (o lastres) demasiado frecuentes, o al menos así lo percibo yo en cafés sosegados y a media voz, en conversaciones telefónicas o en confesiones etílicas. Parece que el mundo anda desorientado, estornudando y moqueando sin encontrar el antihistamínico adecuado que le ayude a librarse de picores y lagrimeos, de toses molestas y una incipiente asma que dificulta llenar los pulmones.
Junto al polen parece haber en el aire, quizá alimentado por las altas temperaturas, un contagioso virus de desgana y derrota, de sí pero no, de disimulo y vacío.
Corren vientos de cambio que viran de repente, felices de escaparate te cuentan penas profundas, y bajo cada carcajada (necesaria, luminosa, salvavidas) hay mucha tristeza que soltar.
Hablo de minimundos, de mis minimundos. No osaré adentrarme en asesinatos en plena calle a políticos o de secuestros a niñas, de elecciones europeas o del índice de paro juvenil, no tocaré temas que me ponen los pelos de punta y los ojos como platos, que me quedan grandes de principio, y que esconden el mismo fracaso, igual desasosiego, similar estupor. Me refiero únicamente al día a día de tantos, al dejarse llevar por páginas de calendario o por estaciones sin trenes y con cambios horarios con más pena que gloria.
Busco alguien que me diga que es feliz, que le gusta su vida, que me cuente alegrías. Busco gasolina para seguir creyendo.
Yo, irredenta optimista, saltadora sin red, prestidigitadora de dolores y domadora de apatías, me veo lidiando a diario con penas ajenas, no ya laboralmente, sino delante de un café o rodeada del humo de un cigarro.
Me gusta exorcizar fantasmas, me congratula (también me asusta) que, cuando pregunto qué tal, algunos, cada día más, perciban interés o agarren la oportunidad para sacar sus grises, tal vez negros, y hacerlos así más pequeñitos al ponerlos encima de una mesa. Me alegra profundamente que la gente confíe en mí para soltar lastre y tirar palante, para el palante que cada uno decida, que bien me guardo yo de juzgar a nadie, faltaría más. Me gusta transmitir calma, regalar algo de luz, intentar devolver opciones y futuros, entender.
Pero me asusta esta epidemia de conflictos, esta racha de sinsabores, este malestar de muchos.
Y me asusta porque creo firmemente que la nada crece sola, se filtra, se desliza. Te descuidas y ahí está, acechante, acosadora, asesina.
Así que vamos, coño, que no hay que dejarse, que hay motivos para sonreír a cada paso: el mundo está lleno de amapolas, el Atleti roza el sueño, san Isidro promete alguna tarde de detalles, el tiempo invita a compartir, las terrazas llaman a ocuparlas, hay sorpresas sin lazo, fiestas llenas de amigos y de música que recargan pilas para rato, los días tienen luz para exprimirlos, siempre hay alguien que te abraza con la fuerza justa para darte ganas… yo, desde luego, no pienso perdérmelo. Y tú, tampoco. (O eso espero).

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