Se hace de noche, y es domingo.

Cuando atardece los domingos, cuando el sol se oculta, es como si el mundo, en un instante, se agitase, casi imperceptiblemente, suave pero rotundo, devolviendo conciencia y realidad.

Cuando, en ese momento en que la oscuridad vence, volviendo de pasear a Morgana, una luna enorme, amarilla, llena como una sonrisa feliz (y tan vacía, a la vez, como la melancolía de la tristeza seca) me vigila y me sorprende, tan bajita, tan cercana, me siento desnuda y cuestionada, desazonada, mientras obligaciones, deberes, balanzas, mentiras y rutinas comienzan a campar a sus anchas en mi ánimo y en mi estómago.

Sigo paseando, enumerando razones, sinrazones, listas de propósitos, errores, pendientes, desganas y grises, y, de repente, no está.

La busco, insistente, para preguntarle causas, azares, motivos y destinos, pero está tan bajita, tan cercana, que aunque recorro varias calles y caminos, juega conmigo al escondite, cabrona y consciente de mi necesidad de encontrarla. Me rindo, pues, y vuelvo a casa, sin luna, cargada con esa extraña mezcla de congoja, derrota y zozobra de esta hora maldita, pese a todo bien sazonada, (haciendo un esfuerzo y recurriendo a la razón y al recuerdo, eso sí)  de sonrisas por todo lo bueno que se esconde en cada esquina: una comida sosegada en lo más cercano al paraíso que hay por estos lares, un paseo con niños cargado de conversaciones lúcidas y lucidas, un par de cigarros con sabor a infinito y a fracaso, los abrazos de Rodrigo, la complicidad con mi hermano, los planes viajeros, la música redentora… esa sal de la vida que, si no salva, al menos contribuye a que los domingos por la tarde el tambalearse del mundo no sea definitivo.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario